HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza
de San Pedro
VI Domingo de Pascua, 5 de mayo de 2013
Queridos hermanos y hermanas, habéis tenido valor para venir con esta
lluvia… El Señor os lo pague.
En el camino del
Año de la Fe,
me alegra celebrar esta Eucaristía dedicada de manera especial a las
Hermandades, una realidad tradicional en la Iglesia que ha vivido en los
últimos tiempos una renovación y un redescubrimiento. Os saludo a todos con
afecto, en especial a las Hermandades que han venido de diversas partes del
mundo. Gracias por vuestra presencia y vuestro testimonio.
1. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de
Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena.
Jesús confía a los Apóstoles sus últimas recomendaciones antes de dejarles,
como un testamento espiritual. El texto de hoy insiste en que la fe cristiana
está toda ella centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al
Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se
indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a
Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a vosotros,
Benedicto XVI ha usado esta palabra: «evangelicidad». Queridas Hermandades, la
piedad popular, de la que sois una manifestación importante, es un tesoro que
tiene la Iglesia, y que los obispos latinoamericanos han definido de manera
significativa como una espiritualidad, una mística, que es un «espacio de
encuentro con Jesucristo». Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad
vuestra fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y
comunitaria, la liturgia. A lo largo de los siglos, las Hermandades han sido
fragua de santidad de muchos que han vivido con sencillez una relación intensa
con el Señor. Caminad con decisión hacia la santidad; no os conforméis con una
vida cristiana mediocre, sino que vuestra pertenencia sea un estímulo, ante
todo para vosotros, para amar más a Jesucristo.
2. También el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos
habla de lo que es esencial. En la Iglesia naciente fue necesario
inmediatamente discernir lo que era esencial para ser cristianos, para seguir a
Cristo, y lo que no lo era. Los Apóstoles y los ancianos tuvieron una reunión
importante en Jerusalén, un primer «concilio» sobre este tema, a causa de los
problemas que habían surgido después de que el Evangelio hubiera sido predicado
a los gentiles, a los no judíos. Fue una ocasión providencial para comprender
mejor qué es lo esencial, es decir, creer en Jesucristo, muerto y resucitado por
nuestros pecados, y amarse unos a otros como Él nos ha amado. Pero notad cómo
las dificultades no se superaron fuera, sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra
un segundo elemento que quisiera recordaros, como hizo Benedicto XVI: la
«eclesialidad». La piedad popular es una senda que lleva a lo esencial si se
vive en la Iglesia, en comunión profunda con vuestros Pastores. Queridos
hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la
comunidad, como células vivas, piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han
dicho que la piedad popular, de la que sois una expresión es «una manera
legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia» (
Documento
de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! Una manera legítima de vivir la fe,
un modo de sentirse parte de la Iglesia. Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por
ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de
vida cristiana, aire fresco. Veo en esta plaza una gran variedad antes de
paraguas y ahora de colores y de signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y
variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, la variedad
reconducida a la unidad y la unidad es encuentro con Cristo.
3. Quisiera añadir una tercera palabra que os debe caracterizar: «misionariedad».
Tenéis una misión específica e importante, que es mantener viva la relación
entre la fe y las culturas de los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a
través de la piedad popular. Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el
crucifijo con tanta veneración y tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un
gesto externo; indicáis la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su
Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha redimido; e indicáis, primero a
vosotros mismos y también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en
el camino concreto de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando
manifestáis la profunda devoción a la Virgen María, señaláis al más alto logro
de la existencia cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la
voluntad de Dios, así como por la meditación de las palabras y las obras de
Jesús, es la perfecta discípula del Señor (cf.
Lumen
gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios,
vosotros la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los
símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a
transmitirla a la gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama
en el Evangelio «los pequeños». En efecto, «el caminar juntos hacia los
santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador» (
Documento de Aparecida, 264). Cuando vais a los
santuarios, cuando lleváis a la familia, a vuestros hijos, hacéis una verdadera
obra evangelizadora. Es necesario seguir por este camino. Sed también vosotros
auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean «puentes», senderos
para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre
atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida
en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos,
especialmente por quien se encuentra en dificultad. Sed misioneros del amor y
de la ternura de Dios. Sed misioneros de la misericordia de Dios, que siempre
nos perdona, nos espera siempre y nos ama tanto.
Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Tres palabras, no
las olvidéis: Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero.
Pidamos
al Señor que oriente siempre nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, como
piedras vivas de la Iglesia, para que todas nuestras actividades, toda nuestra
vida cristiana, sea un testimonio luminoso de su misericordia y de su amor. Así
caminaremos hacia la meta de nuestra peregrinación terrena, hacia ese santuario
tan hermoso, hacia la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay ningún templo: Dios
mismo y el Cordero son su templo; y la luz del sol y la luna ceden su puesto a
la gloria del Altísimo. Que así sea.
© Copyright 2013 - Libreria Editrice
Vaticana